jueves, 8 de enero de 2009

Con ojos nuevos

Con ojos nuevos

La agitación de la vida diaria, la presión de los horarios, la monotonía de lo cotidiano. . . acaban por aburrirnos. ¿Cómo evitarlo? ¿Qué hacer para que las obligaciones no resulten tediosas? ¿Hay algún modo de despertar y mantener el entusiasmo? ¿Se podrá lograr ver las cosas con ojos nuevos?

"Hay gente --decía Duhamel-que ha pasado mil veces cerca de una planta. Sin pensar en tomar una hoja para frotarla entre los dedos. Hacedlo y descubriréis centenares de perfumes nuevos. . Si tomasteis interés por una lectura, o por un paseo, si hallasteis admirable un espectáculo, invitad a todos tos que conozcáis a hacer esa lectura o ese paseo, a contemplar ese espectáculo".

Y agrega: “Poned discernimiento en vuestras invitaciones. Defendeos un poco de los escépticos, de los espíritus irónicos, contradictorios o crueles. Defendeos de ellos, pero no los abandonéis: son ovejas descarriadas cuyo regreso deberá colmar de alegría vuestro corazón. Cuando vosotros hayáis hecho confesar: ‘¡Sí, de veras que es hermoso! ¡Sí, que es interesante! ¡Vale la pena vivir!’ os podréis dormir sonrientes; no habréis perdido vuestra jornada”.

En esta época nuestra tan agitada y a menudo monótona, cuando los hombres y las máquinas parecen cantar el mismo canto o hacer el mismo ruido, cuando un día es tan igual al otro día y la rutina se nos vuelve insoportable. . . conviene detenerse y tal vez recordar la sugerencia del escritor mencionado anteriormente. Frotar la hoja de una planta, aspirar su olor nuevo, leer un buen libro o dar un paseo; y recomendar su bonanza a un amigo, o familiar, o vecino, o simplemente. . . a cualquiera que hallemos con el ceño fruncido y el semblante triste.

Debemos aprender el arte de regocijarnos con las cosas sencillas y amables de la vida. Con frecuencia, uno se concentra en los problemas más que en el vislumbrar de soluciones; vive casi las 24 horas del día como si cargara 24 kilos a la espalda. Pero, paradójicamente, de ese modo no logra hacer más cosas, ni se siente satisfecho.

Según Bruce Larson “si uno se siente miserable y aburrido en su trabajo o teme ir a él, es porque Dios le está hablando. Quiere que uno cambie de trabajo, o más bien quiere él cambiarlo a uno”.

En Arena y espuma, Gibrán describía el encuentro de un filósofo y un barredor de calles. Aquel dijo: ‘Te compadezco. ¡La tuya es una dura y sucia tarea!’ Y el barredor de calles dijo: ‘Gracias, señor. Pero, decidme. ¿Cuál es vuestra tarea’?’ A lo que el filósofo respondió: Estudio la mente del hombre, sus acciones y sus deseos.’ El barredor de calles siguió barriendo y dijo con una sonrisa: ‘Yo también te compadezco”.

A veces ambicionamos los puestos de los otros o los menospreciamos. Pero si conociéramos mejor lo que verdaderamente implican, no haríamos ni lo uno ni lo otro. Todas las tareas, por adaptadas que estén a nuestra vocación y habilidades, exigen de nosotros un cierto dolor, una cierta tristeza que a veces hasta nos hacen dudar de nuestro talento y capacidad para cumplirlas. Y todas, también, por insignificantes que parezcan, guardan una cierta belleza, una cierta poesía, que al descubrirla determina una nueva visión, una nueva perspectiva no sólo respecto del trabajo mismo, sino de toda la vida.

Eugenio d’Ors juzgaba inmoral a un caricaturista que, soñando ser pintor, despreciaba su ocupación, y llamaba a sus dibujos “tonterías” y “comercio puro”. Según d’Ors. hay una manera de dibujar caricaturas, de trabajar la madera, de limpiar las plazas o de escribir direcciones, que revela que en la actividad se ha puesto amor, cuidado de perfección, armonía y una pequeña chispa de fuego personal: eso que los artistas llaman estilo propio, y que no hay obra ni obrilla humana en que no pueda florecer; es la buena manera de trabajar. La otra, la de menospreciar el oficio teniéndolo por vil, en lugar de redimirlo y secretamente transformarlo, es mala e inmoral”.

No se trata de mera resignación o conformismo. Se trata de excelencia. Mientras nos preparamos para el cargo a que aspiramos, no desdeñemos la tarea de hoy. Sepamos descubrir en ella la poesía. . . la belleza que encierra. Poesía y belleza que nos permitirán que vayamos al taller, a la oficina, al aula o al campo, al lavadero o a la cocina, con sentido de misión.

La Biblia dice: “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31). Si aceptamos su consejo, aprenderemos una nueva manera de mirar. . . y de ver. Podrán entonces, seguir siendo iguales los ruidos de los hombres y de las máquinas; iguales también la calle por donde transitamos y las obligaciones a que estamos sujetos; pero ya no habrá queja. De esta nueva visión brotará la actitud esperanzada: “Este es el día que hizo Jehová; nos gozaremos y alegraremos en él” (Salmos 118:24).

A veces necesitamos los ojos nuevos no tanto para superar la monotonía cotidiana sino más bien para entrar en los oscuros túneles de la desilusión y del fracaso reiterado; para las ocasiones cuando no vemos la salida. ¿Qué hacer? ¿Cómo recuperar el optimismo y la confianza? ¿Podremos reconstruir lo que tantas veces hemos roto?

Jorge Vocos Lescano tituló uno de sus libros: El alma hasta la superficie. Y es eso exactamente lo que logró entregar en sus poemas. En un significativo soneto, dice:

“¿Y siempre, siempre he de mirar, Dios mío, pese a todos los años que han pasado, desnudo el campo que elegí por prado, reseco el cauce que debió ser río?

¿ Y lo que tanto quiero y tanto ansío
no habrá de ser, me habrá de ser negado?
¿ Y el corazón que entero he dedicado
por siempre y siempre he de sentir vacío?

Muchos los años son que en esto llevo, mucho el amor que he puesto y la esperanza, pero ya ves, ya ves, nada ha valido.

Sin fin me obligo a comenzar de nuevo y es inútil, lo nuevo nunca alcanza.
¿Siempre he de ser, Dios mío, el que no ha sido?”

La gran mayoría de nosotros sentimos alguna vez esta misma íntima y molesta sensación de no haber alcanzado el blanco al que apuntaban nuestros ideales. Cuando, como el poeta. traemos “el alma hasta la superficie”, reconocemos nuestra derrota. Sin embargo, es a partir de esta toma de conciencia, cuando realmente determinamos el éxito o el fracaso de nuestras vidas.

Algunos, al ver morir sus primeros ideales, no se atreven a engendrar ni a adoptar otros nuevos. Viven lo que les queda por vivir. Otros, huyen. Cambian constantemente de lugar. de trabajo, de estudio o de compañeros, no como quien busca dónde ser más útil o cómo realizarse, sino, más bien, como quien escapa de los demás y de sí mismo. Hay quienes pertenecen al grupo de los bien intencionados que nunca concretan sus buenas intenciones. Pero están aquellos que sí saben adónde se dirigen y qué deben hacer para llegar. Han considerado los costos, y están irrenunciable- mente dispuestos a pagar el precio del esfuerzo y la constancia. Estos son también los que han descubierto en la Biblia la condición y la promesa que les asegura el éxito. Dice el apóstol por inspiración divina: “Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da todos abundantemente y sin reproche, y le será dada. Pero pida con fe, no dudando nada” (Santiago 1:5,6). Si dependemos de Dios, el éxito está asegurado.

Quizá la necesidad de ojos nuevos no obedece a que veamos mal, sino más bien a que vemos poco, captando su parte de la realidad. Una visión parcial es necesariamente inconclusa.

Según una antigua parábola, “cuatro ciegos fueron a ver un elefante. Uno le tocó una pata y dijo: ‘El elefante es como un pilar’. El segundo le tocó la trompa y exclamó: ‘El elefante es como un palo grueso’. El tercero le tocó la barriga y dijo: ‘El elefante es como un tonel’. El cuarto le tocó las orejas y concluyó: ‘El elefante es como un aventador’. Entonces, comenzaron a disputar entre ellos sobre la figura del elefante.

“Un transeúnte, viéndolos reñir así, les preguntó qué era lo que les pasaba. Le contaron todo y pidieron que fallara la cuestión. El hombre replicó: ‘Ninguno de vosotros ha visto al elefante. El elefante no es como un pilar. sus patas son como pilares. No es como un tonel, su barriga es como un tonel. No es como un aventador, sus orejas son como aventadores. No es como un palo grueso, su trompa es como un palo grueso. El elefante es como la combinación de todo eso”.

El caso es que a nosotros nos sucede como a los ciegos de la parábola. Tras haber considerado desde nuestros respectivos ángulos una parte del conjunto, creemos que el resto es como la parte que analizamos. Y nos atrevemos a pensar que tenemos razón.

Símaco, político y orador, decía que “el universo es u misterio demasiado grande para que haya una única interpretación del mismo”. Y convendría que nos acordáramos de ello; pues cuando nos creemos poseedores de la verdad. sólo tenemos una visión parcial de ella, en tanto el resto sigue siendo un misterio demasiado grande para que pensemos que somos sus únicos intérpretes correctos”.

Amigo lector, es interesante notar que Jesús no dijo “Yo tengo la verdad”. Lo que afirmó es: “Yo soy la verdad” (S. Juan 14:6). También dijo: “Yo soy el camino”. Por él llegamos a la verdad, y en él estamos en la verdad. Leyendo su Palabra, siguiendo su ejemplo, aceptando que é viva y se exprese en nuestro ser, podremos decir que estamos conociendo la verdad. Libres ya de nuestra suficiencia propia, veremos con ojos nuevos. Con esa nueva óptica veremos a los otros no como a rivales, sino como a hermanos y condiscípulos nuestros, alumnos todos del único que es La Verdad. Se cumplirá entonces en nosotros la respuesta de Jesús: “Conoceréis la verdad, y la verdad os libertará” (S. Juan 8:32)

Dr. Frank González

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