jueves, 8 de enero de 2009

MOISÉS / SANTUARIO

MOISÉS / SANTUARIO


EN PRESENCIA DE DIOS


Sin duda, una de las experiencias más dramáticas que registra la Biblia fue la que vivió Moisés, el famoso caudillo del antiguo pueblo de Israel, mientras conversaba directamente con Dios en la cumbre del monte Sinaí. Un mes y medio pasó el patriarca separado de su pueblo, en íntimo contacto con el supremo Creador del universo. Allí, Dios le comunicó las leyes y los estatutos que habrían de hacer de Israel un pueblo especial, escogido como ejemplo para las demás naciones.


Pero Moisés estaba sumamente preocupado por la suerte que correrían sus hermanos de raza, que eran rebeldes, duros de cabeza, y dados a la corrupción y a la idolatría; por lo tanto pidió a Dios que le revelara su camino y que se comprometiese a concederle su compañía durante todo el tiempo que él fuera el dirigente del pueblo de Israel. Y luego, se atrevió a formular una petición que ningún ser humano había hecho antes, diciendo: "Te ruego que me muestres tu gloria" (Exodo 33:18).


Si nos detenemos a considerar la situación, no podemos menos que simpatizar con Moisés y su pedido. Desde el día fatídico en que el pecado hizo una separación entre Dios y la raza humana, el hombre se ha sentido dolorosamente solo. Existe un inmenso vacío en su corazón intolerable. Ese vacío existencial, esa soledad cósmica que nos aflige, es capaz de destruirnos si no hallamos un antídoto eficaz contra su mortífero impacto.


Según su carácter y sus inclinaciones, los seres humanos tienen diversas maneras de ahogar los clamores del corazón que languidece lejos de Dios. Unos buscan el halago de los placeres, las aventuras románticas, el impacto del licor o las drogas lícitas e ilícitas. Otros se entregan en manera febril a los negocios, los viajes, la política, o las diversiones.


Pero los recursos humanos calman sólo momentáneamente el hambre del corazón, que no siempre se reconoce como hambre de Dios.


En el caso de Moisés, Dios no lo reprendió por su súplica, ni tampoco la consideró presuntuosa. Al contrario, le dijo bondadosamente lo siguiente: "Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro y proclamaré el nombre de Jehová delante de ti; y

tendré misericordia del que tendré misericordia, y seré clemente con el que seré clemente" (Exodo 33:19). Pero, además, el Señor dijo esto: "No podrás ver mi rostro, porque no me verá hombre, y vivirá" (versículo 20). Sin embargo, en su misericordia, Dios le permitió a Moisés tener una vislumbre de su gloria. Luego de pedirle que subiera nuevamente al monte, le dijo: "He aquí un lugar junto a mí, y tú estarás sobre la peña; y cuando pase mi gloria, yo te pondré en la hendidura de la peña, y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después apartaré mi mano, y verás mis espaldas; mas no se verá mi rostro" (versículos 21-23).


¡Cuán grande es la bondad de Dios para con sus hijos! La mano que trazó las rutas de los astros, y que formó el mundo con sus montañas, sus llanuras y sus mares, tomó a ese ser hecho del polvo de la tierra y lo protegió en la hendidura de una roca, mientras la gloria de Dios y toda su bondad pasaban delante de él. Con referencia al impacto que tuvo en Moisés esta revelación, dice una autora bien conocida: "Esta experiencia, y sobre todo la promesa de que la divina presencia le ayudaría, fueron para Moisés una garantía de éxito para la obra que tenía delante, y la consideró de mucho más valor que toda la sabiduría de Egipto, o que todas sus proezas como estadista o jefe militar. No hay poder terrenal, ni habilidad, ni ilustración que pueda sustituir la presencia permanente de Dios" (Patriarcas y profetas, pág. 339).


En algún momento futuro, Dios mismo viviría entre los hombres, para llenar con su amor y su poder maravillosos el vacío del alma sedienta de Dios. Pero antes de la llegada del Redentor a esta tierra, los seres humanos podrían gozar de la gracia y el perdón divinos a través de un completísimo sistema de cultos y ceremonias. De ese modo, el mundo entero podría prepararse para recibir al Salvador prometido.


El centro y blanco del culto de Israel era el Mesías prometido, cuya presencia, ministerio y sacrificio sellarían la promesa de salvación que Dios hizo a nuestros primeros padres cuando tuvieron que abandonar el hogar edénico. Tan importante era todo lo relacionado con el culto de Israel, que Dios no dejó ningún detalle librado a la preferencia humana. Las instrucciones que le dio a Moisés lo abarcan todo, desde las dimensiones y proporciones del edificio y su mobiliario, hasta las prendas de vestir que debía usar el sacerdote.


En esto hay una importante lección para nosotros, y es que el proceso de restaurar la relación armoniosa entre Dios y el pecador, no puede jamás originarse en la iniciativa ni en las capacidades humanas. Sólo la obediencia a las instrucciones divinas, vale decir, nuestra dependencia total e incondicional de la voluntad de Dios, puede ser aceptable como base de nuestra salvación.


En el santuario había dos cuartos separados por un cortinado. En el primero, llamado el Lugar Santo, el sacerdote oficiaba todos los días. En el segundo, o Lugar Santísimo, sólo el sumo sacerdote podía entrar, y esto, una sola vez al año. Los muebles no eran muchos. En el primer cuarto había sólo tres: una mesa con doce panes, un candelabro de siete brazos, y un hermoso altar de oro, en el cual todos los días se quemaba incienso. En el Lugar Santísimo había un solo mueble: un arca o caja de madera, completamente recubierta de oro, cuya tapa era también de oro puro. Sobre la tapa se erguían las figuras de dos ángeles de oro,

que enmarcaban el espacio central. Y en ese espacio central resplandecía la misteriosa luz de la gloria divina. Allí moraba Dios en medio de su pueblo.


El proceso de llegar a la presencia de Dios para obtener el perdón de nuestros pecados no es complicado. Dios se revela a nosotros en la grandeza de la sencillez. Por medio de nuestro Señor Jesucristo, cada uno de nosotros tenemos acceso al trono de Dios. Jesús se nos presenta como el Camino, la Verdad y la Vida. El es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo. El es nuestro Sacerdote que presenta su propia sangre para lavar nuestras culpas. No necesitamos elaborados rituales ni complejas y misteriosas liturgias. En tiempo de Israel, todo lo que hacía el pecador era traer un animal para sacrificarlo sobre el altar que estaba en el patio del santuario. Primero confesaba sus pecados, y luego la víctima era muerta. Todo lo demás quedaba en manos del sacerdote.


En nuestros días podemos reconciliarnos con Dios de manera aún más sencilla. No necesitamos sacrificar animales, pues ya vino la realidad que esos símbolos anunciaban. Como dice el apóstol San Pablo; "Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro" (Hebreos 4:14-16).


Cristo, el Salvador de la humanidad, juega un papel múltiple y central en la ejecución del plan divino para salvarnos. Es nuestro sacerdote y también el sacrificio por nuestros pecados. Cuando se presenta delante de Dios para abogar por nosotros, lo hace refiriéndose a su sangre bendita que derramó en la cruz. Son los méritos y la justicia de Cristo lo que le permite a Dios derramar su gracia perdonadora sobre el pecador arrepentido.


Cuando Moisés se encontró con Dios en el monte Sinaí, le pidió al Creador que le mostrase su gloria. En ese ruego se encerraba la necesidad más elemental de la raza humana. Moisés, sin saberlo, habló en nombre de todos nosotros cuando le dijo a Dios: "Te ruego que me muestres tu gloria". En otras palabras, "Señor, necesitamos tu presencia, tu gracia y misericordia. Sin ti estamos condenados a la muerte eterna. Muéstranos tu gloria, revélate a nosotros, no nos dejes nunca..." Y nuestro maravilloso Padre celestial le respondió a Moisés con amor infinito, diciendo: "He aquí un lugar junto a mí, y tú estarás sobre la peña". Pero la respuesta más plena a la oración de Moisés se dilataría unos quince siglos hasta el nacimiento de Jesucristo en un humilde pesebre de Belén. Fue por medio de Cristo como se restableció la plena comunión con el cielo. Gracias a su ministerio, cualquier pecador puede llegar hasta el trono de la gracia y recibir el perdón. San Juan afirma que "la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer" (S. Juan 1:18). Y cuando Felipe le dijo a Jesús, "Muéstranos al Padre", el Señor le respondió: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (S. Juan 14:8, 9).


Cristo es la revelación perfecta del Padre celestial. Si te acercas a él, amigo lector, experimentarás el mismo privilegio de Moisés, que se encontró en un lugar seguro junto a Dios, sobre la peña. Cristo es la Peña, la Roca de los siglos, eterna e inmutable. El te dice hoy: "Al que a mí viene, no le echo fuera... Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que todo aquel que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna" (S. Juan 6:37, 40).

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