jueves, 8 de enero de 2009

SEGURIDAD

SEGURIDAD

PAZ INTERIOR

Si pudiésemos preguntar a cada habitante de esta tierra si desea tener paz en su corazón, seguramente millones responderían que ese es su mayor deseo. Hoy resultan insuficientes los esfuerzos de siquiatras, sicólogos y consejeros sociales que tratan de calmar la desazón que sufren infinidad de personas. Tampoco los guías y ministros religiosos alcanzan a completar su delicada tarea de afianzar la fe y la esperanza en los corazones humanos; siempre encuentran más y más individuos aquejados de angustia y ansiedad. La gente vive deprisa, tensa, bajo la constante presión del ruido y la excitación. Aumentan las enfermedades nerviosas y cardiovasculares en forma alarmante. Son tiempos difíciles en los que las ventajas técnicas y científicas no han logrado disminuir las penalidades propias de la lucha por la vida.


Uno de los males más generalizados es la ansiedad: la preocupación casi obsesiva respecto al futuro. El hombre moderno no sólo enfrenta los problemas del presente, sino que en forma escéptica carga sobre sus espaldas la infructuosa inquietud sobre el mañana. Esa actitud, además de robar la paz, socava las energías para seguir adelante. Se relata el caso de una persona que había realizado un extenso viaje y que durante el mismo había recorrido una enorme distancia a pie. Atravesó así ríos, montañas y bosques. Al preguntársele a su regreso qué era lo que más le había molestado de la travesía, contestó: "Los granitos de arena que se metían en mis zapatos". Muchas veces permitimos que la arenilla de la desazón y el pesimismo se filtren en nuestra vida cotidiana, al extremo que resulta muy doloroso el avanzar.


Debemos aligerar nuestra marcha y eliminar aquellas cargas que aplastan nuestro ser y traban nuestro recorrido de la vida. La alegría y la confianza deben entronizarse en nuestro corazón. Para que eso sea una realidad, necesitamos aprender la enseñanza magistral que Jesús impartió en el sermón de la montaña. Al contemplar a la multitud cargada de ansiedades e inquietudes, de incertidumbre y desazón, Jesús les dijo: "Nos os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos? Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas

buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas. Así que, no os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán y basta a cada día su propio mal" (S. Mateo 6:31-36).


La lección de confianza y optimismo que se halla en estas palabras es de valor imperecedero. ¿Por qué afanarse? –pregunta Jesús. ¿Qué ganamos con ello? ¿Por qué habremos de correr ansiosamente tras el vestido, el pan y la bebida, olvidándonos que tenemos un Dios en los cielos que vela por nuestro bienestar? El es nuestro Padre eterno que conoce el fin desde el principio y, por lo tanto, tenemos el privilegio de depositar nuestras vidas en sus manos.


Además de la ansiedad, hay otro mal, otra dolencia que opaca la vida y socava la paz del corazón: es el sentimiento de culpabilidad que taladra la conciencia de muchísimas personas. Podemos afirmar que la mayor parte de nuestros sufrimientos y sinsabores no provienen del exterior, sino que se originan dentro de nosotros mismos. Lo reconozcamos o no, uno de los anhelos más arraigados es disfrutar de una conciencia tranquila, de más valor que los bienes materiales. Por eso, cuando nos dejamos enlodar por los vicios, por palabras o actos pecaminosos, el alma se siente agobiada y clama por limpieza. A veces, el mal consiste en que dejamos de cumplir con deberes esenciales de caridad y honradez. Y esas faltas, como un puñal, atraviesan nuestro corazón.


Jesucristo, bajo cuya mirada penetrante no pasaba desapercibida la dolorosa angustia que sufre el pecador, dirigió la siguiente invitación: "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados y yo os haré descansar" (S. Mateo 11:28). Y con toda autoridad pudo decir: "Mi paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo" (S. Juan 14:27).


Jesús sabe que lo que le quita la paz al corazón es el pecado. También sabe que el ser humano muchas veces trata de apañar sus faltas y de aquietar su conciencia con bullicio, con placer, con vanidad, con recursos humanos que no hacen sino agrandar la desazón interior. Dijo Jesús: "Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna" (S. Juan 4:13, 14).


Sólo Jesús, agua viva y eterna, calma nuestra inquietud y limpia plenamente el corazón. Al término de la Segunda Guerra Mundial, una renombrada institución ofreció la suma de 100.000 dólares a quien formulase el mejor plan de paz. Se presentaron 22.000 proyectos, algunos muy extensos y complejos. El premio lo recibió el autor de una fórmula maravillosa encerrada en las siguientes palabras: "Pruébese a Jesús". No hay otro fuera de Cristo que pueda asegurar el fruto magnífico de la paz. Es necesario comprender que lo que turba el espíritu y quita la paz es la dolencia milenaria del pecado. Donde hay pecado hay intranquilidad y remordimiento. Eso es lo que le ocurrió al rey David quien, en una etapa muy dolorosa de su existencia, abiertamente transgredió los mandatos divinos. Su desazón y su angustia eran inenarrables. Mientras él ocultó ese pecado, su ser entero se iba consumiendo. Como él mismo lo declara en uno de sus salmos, "Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano. Se volvió mi verdor en sequedad de verano" (Salmos 32:3, 4). De pronto, este pecador aplastado por la culpa levantó sus ojos hacia el Unico que podía devolverle la tranquilidad. De lo más profundo de su alma imploró el auxilio de Dios. Profundamente conmovido, exclamó: "Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado. Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame y seré más blanco que la nieve. Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí" (Salmos 51:1-3, 7, 10). Este clamor de David revelaba el profundo arrepentimiento de su corazón. Con toda honestidad y franqueza confesó su falta: "Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová y tú perdonaste la maldad de mi pecado" (Salmos 32:5). ¡Qué experiencia maravillosa! De un ser angustiado pasó a ser un hombre perdonado, en cuyo corazón Dios colocó el bendito fruto de la paz.


Poco antes de ascender a los cielos, Jesucristo ofreció una fórmula maravillosa para conservar la paz interior. Dijo el Señor: "No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis" (S. Juan 14:1-3). En primer lugar --Jesús dijo--, necesitamos creer en Dios. Creer que es nuestro Padre celestial que dio a su Hijo unigénito para que muriese por nosotros en la cruz del Calvario. Creer que no solamente provee para nuestras necesidades, sino que se compadece de nuestras faltas y debilidades. Esta verdad la comprendió Mahatma Gandhi, el gran líder de la India que, aunque no era cristiano, creía en la paternidad de Dios. Cierto día, siendo niño, hurtó dinero a su padre y compró carne. Al acostarse esa noche no tenía paz en su corazón. Después de horas de agonía, saltó de la cama y no animándose a hablar directamente con su progenitor, escribió su confesión. Fue entonces a la habitación donde él yacía enfermo, y le entregó la nota. A medida que éste leía la confesión de su hijo, las lágrimas le corrían por las mejillas. El rostro triste pero perdonador y lleno de amor de aquel padre reveló una imagen exacta de nuestro Padre celestial, quien está deseoso de perdonar nuestros pecados porque nos ama entrañablemente. "Creed en él --dijo Jesús--, y creed también en mí".


Creer en Jesús es el segundo gran consejo de esta receta sagrada de la paz y la felicidad. "No hay otro nombre bajo el cielo... en que podamos ser salvos" (Hechos 4:12). Necesitamos creer que la sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado, y que tiene poder para transformar nuestra vida. Creamos en Jesús y creamos en su bendita promesa de que está en los cielos preparando un lugar para nosotros. La convicción de que este mundo no es nuestro hogar, la certeza de que Dios ha reservado para nosotros moradas santas donde no habrá más dolor ni pecado, es una verdad que inspira y estimula.


Tal vez tu corazón esté destrozado, tal vez hayas perdido un ser querido, pero si crees en el mundo del futuro donde no habrá más muerte ni dolor, entonces hasta tus horas más sombrías estarán iluminadas por la bienaventurada esperanza. La creencia en Dios como nuestro Padre y en Jesucristo como nuestro Salvador, la certeza de que el Señor ascendió a los cielos para preparar un lugar para ti y para mí, se completa con la cuarta maravillosa verdad enseñada en la promesa del Señor. Dijo él: "Vendré otra vez y os tomaré a mí mismo".

Sí, Jesucristo volverá a esta tierra. Volverá para que de una vez y para siempre desaparezca el pecado y la guerra de este mundo; volverá para establecer su dilatado y eterno reino de paz. Tú y yo tenemos cuatro poderosas razones para no vivir atribulados: 1)Dios nos ama; 2) Jesucristo nos salva del pecado; 3) en el cielo hay un lugar reservado para nosotros; 4) muy pronto Jesús volverá para llevarnos con él. Que esta múltiple y maravillosa confianza se convierta en una experiencia tan viva y real para ti, que nada ni nadie jamás pueda turbar tu paz interior.

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