jueves, 8 de enero de 2009

Jesús confió en su Padre en la hora de su muerte

Jesús confió en su Padre en la hora de su muerte

Dr. Frank González

¿Hay alguien a quien le podarnos confiar todo lo que poseemos y amarnos? Es difícil imaginar que haya alguna persona en la cual pudiéramos confiar tanto. ¿Hay alguien a quien le podamos confiar nuestra salvación eterna? Eso es todavía más difícil.

Muchos confían su salvación eterna a la iglesia, al pastor o al sacerdote. Pero no es prudente hacer esto. A través de estas líneas veremos cómo Jesús confió todo lo suyo en manos del mismo Padre celestial que nosotros tenernos. ¡Pero también descubriremos que Jesús tuvo que aprender a confiar en Dios! Y si Jesús aprendió. también podemos hacerlo nosotros.

Durante las últimas horas de su vida, mientras colgaba de la cruz, nuestro Señor Jesucristo predicó siete "sermones", breves mensajes de una frase, que a pesar de su concisión contienen una provisión inagotable de poder y sabiduría. En la séptima y ultima “palabra” que Jesús pronunciara desde la cruz, podemos ver el progreso asombroso que realizó el Salvador durante las horas que pasó clavado allí, en sufrimiento y agonía.

En su cuarta “palabra” Jesús articulo un clamor de abandono y desesperación: “¡Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?” En ese momento especial de sufrimiento, toda la luz y gozo que había experimentado antes se apartaron de él. y se sintió terriblemente solo y rodeado de tinieblas impenetrables.

La razón es que había llegado por fin al punto álgido de su vida, en que debía cargar con los pecados de todo el mundo. En esa hora sombría, “al que no tenía pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros” (2 Corintios 5:21). Cristo no podía ver el rostro benigno de Dios; se sentía excluido del cielo, condenado a eterna soledad y abandono. Ningún pecador culpable se ha sentido nunca tan absolutamente inútil, condenado, “perdido”, como Jesús se sintió al exhalar ese clamor de angustia.

Esta sensación de absoluta desesperación se prolongó durante cierto tiempo mientras colgaba de la cruz en tinieblas. Pero, si bien es cierto que su esperanza había desaparecido, y parecía que su fe le iba a faltar, su carácter de amor se mantuvo inalterable.

Para muchos puede ser sorprendente descubrir que el Espíritu Santo inspiró a David a escribir varios salmos que describen la batalla que Jesús tuvo que librar en su propio corazón en esos momentos. Cristo no quiso hacer lo que la esposa de Job le instó a éste que hiciera mientras se hallaba en medio de sus misteriosos sufrimientos: “Maldice a Dios y muérete” (Job 2:9). Jesús recordó cómo su familia terrenal no lo había comprendido y se había vuelto contra él (Salmos 69:7, 8; 5. Juan 7:5). Recordó cómo la gente pensaba que estaba loco (Salmos 69:9-12; S. Marcos 3:21). Recordó el “gran amor” de su Padre celestial (Salmos 69:13). Pensó en el juicio venidero, y descansó en la confianza de que sería justo (vers. 19-28). No oraba por salvación para sí mismo; no pensó en su resurrección inminente; su oración era que no fuera a fracasar en su misión de “salvar al mundo” (vers. 16-20).

En esas horas terribles, Jesús reprodujo la jornada de tu vida y de la mía. Vivíamos en tinieblas, separados de Dios, sin conocerlo. No temamos esperanza en el mundo. Nos sentíamos “abandonados” de Dios, y vivíamos como si no tuviéramos esperanza.

En los sufrimientos que Jesús experimentó en la cruz, nuestro Salvador recorrió nuestros propios pasos. A eso del mediodía, ese viernes fatídico. los pecados de todo el mundo fueron puestos sobre su corazón. Sintió como si él mismo los hubiera cometido.

Esa carga aplastó su alma. Sintió lo que sentirán los perdidos al verse total y definitivamente condenados por el Juez que estará sentado en el Gran Trono Blanco. Jesús se sintió desesperado y con su corazón quebrantado.

Pero ahora, al pronunciar su séptima “palabra” desde la cruz, el corazón de Jesús está en calma. Ha evolucionado, de ese clamor de abandono a un grito de absoluta confianza en su Padre. No ha visto realizarse ningún milagro; no ha escuchado ninguna voz del cielo que le hablara, ni siquiera alguno de sus discípulos se ha dirigido a él; pero por fe ha ganado la victoria. Se ha aferrado a lo que aprendiera en su estudio de la Biblia.

Ahora ha llegado el fin. Y su oración final es: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (S. Lucas 23:46). Ahora estaba listo para morir. Su obra había sido realizada; murió triunfante.

Hay algo muy importante que debemos señalar. Estas palabras finales de Jesús no eran suyas: son una cita directa de la Biblia. En el corazón del Salvador resonaban las palabras de David en el Salmo 31: “En tu mano encomiendo mi espíritu. Tu me has redimido, Señor, Dios de verdad” (vers. 5). Todo lo que Jesús sabía de su Padre, lo había aprendido de la Biblia. El Señor Jesús fue en verdad “Emanuel, Dios con nosotros”. Dejó a un lado todas las prerrogativas de la divinidad: se “yació” a sí mismo para llegar a ser uno de nosotros. Cuando nació en Belén, no tenía conciencia alguna de su preexistencia. No se sentaba en el regazo de su madre a contarle anécdotas de cuán maravilloso lugar es el cielo. Jesús fue un verdadero bebé humano, que tuvo que aprenderlo todo: caminar, hablar, etc.

Al mismo tiempo, Jesús era el divino Hijo de Dios, pero nadie podía notarlo por su aspecto exterior. La diferencia que había entre él y los demás, consistía en que él había absorbido (por fe) la Biblia a tal punto (en su educación de niño, adolescente y joven) que llegó a ser “la Palabra hecha carne”.

Por eso en la última hora de su vida, su mente estaba todavía saturada con lo que había aprendido cuando era muchacho. Todo lo que había leído estaba almacenado en su memoria; ahora, en su hora de mayor necesidad, estaba a su disposición para consolarlo y darle ánimo. Había vivido por la Palabra, y ahora también podría morir por la Palabra, en perfecta paz y contentamiento.

Amigo lector, si tú te alimentas de este mismo “pan de vida”. en tu memoria se almacenarán en forma permanente esos mismos tesoros de verdad, porque Jesús ha prometido que su Santo Espíritu “os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que os he dicho” (S. Juan 14:26). En otras palabras, cuando Satanás procure asaltar tu mente y corazón con tentaciones a dudar que Cristo es tu Amigo y Redentor, el Espíritu Santo activará tu mente para que recuerde las palabras que hayas leído. Fortificado por la Palabra de Dios, podrás reprender a Satanás tal como Jesús lo hiciera: “Quítate de delante de mí, Satanás” (S. Mateo 16:23).

Es por medio del estudio de la Biblia como nos identificamos con Jesús; así entramos a él por fe, y él entra a nuestro corazón. Así podemos vivir en él. Pablo dijo: “Para mí. el vivir es Cristo” (Filipenses 1:21). “Porque has puesto al Señor. que es mi refugio, al Altísimo, por tu habitación. no te sobrevendrá mal, ni plaga tocará tu morada. . . Sobre el león y el áspid pisarás. . . Por cuanto ha puesto su amor en mí —dice el Señor—, yo lo libraré; lo pondré en alto, por cuanto ha conocido mi Nombre. Me invocará, y yo le res- ponderé” (Salmos 9 1:9-15).

El cuidado de Dios por su Hijo es una promesa de que cuidará igualmente de nosotros. No necesitamos temer la muerte, si nos toca afrontarla (recordemos que muchos no morirán, porque verán a Jesús venir). La Palabra de Dios que hayamos atesorado en nuestros corazones estará disponible a nuestra memoria cuando más la necesitemos, porque habremos puesto nuestro amor en él. El Espíritu Santo nos ha llamado a darle la espalda a la vanidad y necedad que llenan el mundo, y no le hemos ofrecido resistencia; por el contrario, le hemos dado la bienvenida.

No sólo en nuestra hora final nos trae felicidad la Biblia. A través de sus páginas, el Espíritu Santo tendrá comunión con nosotros cada día. Cuando te sientas tentado a desanimarte, él te reanimará. Jesús prometió: “El os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que he dicho” (5. Juan 14:26).

Preguntémonos, ¿por qué citó Jesús precisamente ese salmo, el 31, al pronunciar sus últimas palabras?

Al leerlo, descubrimos por qué. Aquí se describe su propia experiencia; en este salmo, Jesús se vio retratado: “Soy el oprobio de mis enemigos, y el espanto de mis vecinos y conocidos. . . Oigo la burla de muchos que se conjuran contra mí y traman quitarme la vida. Pero yo en ti confío, Señor. . . En tu mano está mi tiempo. . . Señor, no sea yo avergonzado. . . Yo decía en mi premura: ‘Cortado soy de tu presencia’. Pero tú oíste mi ruego cuando clamé a ti” (Salmos 3 1:11-22).

¿Comienzas a comprender, amigo o amiga de La Voz, cuán real es Jesús, cuánto se ha acercado a nosotros? ¿Te das cuenta de cuán bien conoce nuestras experiencias, cómo ha sido tentado por nuestros temores igual que nosotros, cómo nuestras debilidades tocan su corazón?

En su cruz, Jesucristo se convirtió en el ser humano más débil y despreciado; se entregó por nosotros, y con su último aliento testificó de su fe en su Padre. Le entregó su espíritu; reprodujo la experiencia de David al matar a Goliat, la de José al triunfar sobre sus hermanos, el Cordero victorioso sobre el león. Cristo conquista su reino, no por la fuerza de las armas ni las intrigas políticas, sino sólo por el amor.

¿Resucitará el Padre a su Hijo, concediéndole nuevamente la vida? En su último momento. Jesús entrega todo su ser en las “manos” del Padre. Su oración quiere decir, en efecto: “Ya sea que me resucites o no, de todos modos entrego mi espíritu, mi vida, mi todo, en tus manos”. Oraba con la misma actitud de Moisés, quien siglos antes había orado pidiendo que, si Dios no iba a perdonar a Israel, “ráeme ahora de tu Libro que has escrito” (Éxodo 32:3 2). Lo más prominente en la mente de Jesús en el momento de su muerte no era la gran recompensa que le esperaba, sino la gran recompensa que heredarían los que creyeran en él. Cristo es el único ser humano que en verdad “derramó su vida hasta la muerte, y fue contado con los perversos” (Isaías 53:12). Sí, Jesús FUE resucitado, porque la Biblia dice que la tumba no pudo retenerlo (Hechos 2:24).

Amigo, amiga de La Voz, el amor de Jesús por ti era tan fuerte que el Salvador estuvo dispuesto a elevar la plegaria de Moisés, con tal de que fueras salvo, ¡Abre tu corazón a ese inmenso amor!

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