jueves, 8 de enero de 2009

UNA VIDA CON PROPÓSITO

UNA VIDA CON PROPÓSITO



Si el descubrir el misterioso origen de la vida ha sido una empresa apasionante a través de las edades, para muchas personas constituye un desafío mayor comprender el sentido y el propósito de la vida. Tan compleja es la trama de la existencia, tan inesperados e inexplicables son los hechos que la forman, que ante ellos --las más de las veces-- quedamos confundidos.


¿Por qué de dos jóvenes que nacieron en una misma época y que se criaron en ambientes semejantes, uno llega a ser una persona de éxito y el otro un fracasado? ¿Por qué de dos parejas que constituyen su hogar en el mismo día y aparentemente con la misma posibilidad de ser felices, sólo una es dichosa, mientras que el segundo matrimonio termina en el fracaso? ¿Por qué a ciertos individuos todo les va bien y a otros, en cambio, todo les va de mal en peor? ¿Cuál es el secreto que algunos tienen para afrontar los problemas sin una sombra de amargura? En resumen, ¿qué es lo que determina el destino del ser humano? ¿Cómo puede el hombre o la mujer encontrar la seguridad y la confianza que necesita para afrontar victoriosamente las tormentas de la vida?


A su modo, el ser humano ha procurado explicar los profundos dilemas de la existencia. Por ejemplo, hay quienes consideran que cada individuo es el árbitro absoluto de su destino; que su éxito o fracaso depende exclusivamente de él. Esta es una verdad a medias; porque por importante que sea el papel del individuo para trazar el rumbo de su vida, hay que reconocer que todo aquel que quiera triunfar en la vida tendrá que depender, necesariamente, de quienes lo rodean.


Como miembros de la familia humana nos necesitamos los unos a los otros. Por más ambiciosa o esforzada que sea una persona, siempre surgirán en su camino algunos factores cuyo control está más allá de su capacidad o de su voluntad. Y esto que decimos no debe ser mal interpretado; sería una exageración considerar que el ser humano es como un títere de los demás o un muñeco manejado por los hilos de las circunstancias.


Lamentablemente existen aquellos que piensan que el hombre no es más que un peón en el gran tablero de la existencia; con tono fatalista proclaman que nada de lo que uno haga o deje de hacer podrá variar el destino que, según ellos, cada persona tiene prefijado. Semejante filosofía, en gran medida está detrás de todos los que dependen del horóscopo, creyendo supersticiosamente que los astros determinan el destino del ser humano. Pocas teorías o actitudes son más opuestas a la dignidad humana y a la fe cristiana que la de la predestinación. De ser cierta esta hipótesis, se llegaría al ridículo de considerar que en ningún caso el ladrón es responsable de su robo, ni el adúltero de su falta, ni el asesino de su crimen. ¿Cómo acusarlos, si es que estaban predestinados para ser lo que son?


La Sagrada Escritura tiene una respuesta mucho más satisfactoria al dilema de la existencia. En forma sencilla nos explica no sólo el origen, sino también el sentido y el propósito de la vida. A la luz de sus enseñanzas resulta muy claro que no somos fruto del acaso. No estamos en este mundo porque sí, a merced de fuerzas ciegas e incontrolables.


El ser humano fue creado por un Dios amante y todopoderoso. Como lo declara el relato del Génesis, el hombre fue hecho a semejanza de Dios y facultado con el noble atributo de escoger su destino. ¿Significa esto que somos los dueños y árbitros soberanos de nuestra vida? No. La grandeza del ser humano deriva del Dios que lo creó. Y tenemos el gran privilegio de depender de aquel que es el origen de la vida, el Creador y Sustentador de todas las cosas.


Cuando por la fe comprendemos que hemos sido creados por Dios, la gratitud y la humildad inundan el corazón. Desaparece la incertidumbre y reina la confianza. Y cuando hay confianza en Dios, entonces la vida es verdadera vida. Aunque sobrevengan pruebas y dificultades y el sufrimiento nos azote, no caeremos en la desesperación. Entonces podremos entender las siguientes palabras del apóstol San Pablo: "A los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien" (Romanos 8:28). Notemos, todo ayuda para bien a los que aman a Dios. El cumplimiento de esta promesa requiere una sola condición: que amemos a Dios.


Nada acontece porque sí en la vida del cristiano. Su existencia no es una serie de marchas y contramarchas sin rumbo ni propósito. El Señor del universo, el mismo que dirige el derrotero de las naciones, también gobierna la vida de aquellos que confían en su infinita gracia y misericordia. Nada de lo que nos ocurre pasa inadvertido para él. Dijo el Señor Jesucristo: "¿No se venden cinco pajarillos por dos cuartos? Con todo, ni uno de ellos está olvidado delante de Dios. Pues aun los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; más valéis vosotros que muchos pajarillos" (S. Lucas 12:6, 7). No debemos dudar, amigo mío, Dios nos ama; él cuida de nosotros; se interesa profundamente en nuestra vida.


La promesa de la Escritura es que para el que ama a Dios, todo redunda en su bienestar. No dice que al cristiano le irá bien en todas las cosas, sino que todas las cosas le ayudarán para bien. Podrá tener, como cualquier otra persona, pruebas y dificultades, y es lógico y hasta justo que así sea. Si la creencia en Dios constituyese un seguro de vida, o una salvaguardia infalible contra todo accidente, desgracia o enfermedad, con todo derecho se podría poner en tela de juicio la sinceridad del creyente. Antes que aceptar a Jesús como un acto de amor y de fe, podría hacerlo por las ventajas que le significaría. Dijo el apóstol San Pablo: "Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios" (Hechos 14:22).


No faltarán las pruebas para el seguidor de Cristo, amigo mío. Las tendrá, y serán muy duras algunas veces. Sin embargo, podrá sobrellevarlas con la seguridad de que todo lo que le ocurre es para bien; es para salvación de su alma, es para que al fin de todas las cosas pueda alcanzar el reino de Dios. Cuánta serenidad proporciona saber que cada circunstancia, por ínfima que parezca, cada prueba o desafío que se presente en nuestro camino, es parte de un todo; no se trata de un hecho accidental, sino que responde al eterno y amante propósito divino de salvarnos.


Como seres humanos, no podemos generalmente entender o explicar el porqué de las cosas; contemplamos los hechos a través de sombras, de las penas que afligen nuestra alma. Sin duda, José --el hijo de Jacob--, no entendió la providencia divina cuando fue vendido por sus hermanos y hecho esclavo en Egipto. Pero pasando los años, ya en la cumbre de su poder y siendo el instrumento providencial para que miles de personas --incluyendo su padre y sus hermanos-- no perecieran de hambre, él confesó que lo que había ocurrido en su vida había sido para bien (Génesis 50:20).


Dijo alguien: "Esas lágrimas que como colirio hacen brillar los ojos, purifican el corazón". Sí, Dios tiene propósitos de redención para la vida de cada uno de sus hijos. Y aunque no siempre podemos entender el porqué de las cosas, en virtud de la confianza en Dios debemos seguir adelante, con gozo y ánimo en nuestro corazón. Cuando pase la prueba, tal vez podamos hacer nuestra la siguiente confesión de un soldado: "Yo pedí fuerza para dominar, y fui hecho débil para obedecer; pedí salud para realizar grandes cosas, y me sobrevinieron pruebas para hacer cosas mejores; pedí riquezas para ser feliz, y fui hecho pobre para ser sabio; pedí poder para recibir la alabanza de los hombres, y fui humillado para sentir la necesidad de Dios; pedí todas las cosas para gozar de la vida, y se me dio la vida para gozar de las cosas. Aunque no tengo nada de lo que pedí, recibí todo lo que en verdad anhelaba. Soy un bendito. Mi oración fue respondida".


¡Cuán maravillosa es la experiencia de los que, en medio de las pruebas más difíciles, levantan los ojos al cielo confiados en la sabiduría y en la bondad divinas!


Confiemos en Dios; él tiene un plan de amor para cada uno de sus hijos. La divina ley de la compensación nos enseña que todo aquel que siembra con lágrimas, con regocijo segará. El término de la carrera del cristiano es victoria, es gozo, es gloria

incomparable. Se acerca el instante de la recompensa final para aquellos que han puesto su fe en el Señor Jesucristo. Serán herederos de una tierra nueva, en donde Dios "enjugará toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron" (Apocalipsis 21:4).


Ese es nuestro destino. Estamos llamados a pelear con valor la batalla de esta vida, a fin de alcanzar la vida eterna. Con esta visión en el alma recordemos cada día que "a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien". Por lo tanto, la gran pregunta es la siguiente: ¿Amamos a Dios? ¿Nos hemos encontrado con aquel que entregó a su único Hijo por nuestra salvación? "Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna" (S. Juan 3:16).


¿Crees en Jesús? ¿Ya le has dado tu corazón como una ofrenda de gratitud? ¿Has aprendido a depender de él como el gran Amigo y Consejero de tu alma?


Que así sea, para que lleno de la fe y el amor de Jesús, puedas afrontar con serenidad y valor el desafío de vivir y, por último, alcanzar la vida eterna.


Este es el mensaje del Señor: "Pelea la buena batalla de la fe, echa mano de la vida eterna, a la cual asimismo eres llamado, habiendo hecho buena profesión delante de muchos testigos" (1 Timoteo 6:12).


Propónte vivir dignamente y para gloria de Dios.

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