jueves, 8 de enero de 2009

El pozo de la envidia

El pozo de la envidia

Dr. Frank González

Es poco frecuente que alguien confiese abiertamente sentir odio contra alguno. Sin embargo, el odio no es solamente el sentimiento extremo de repulsión y de fastidio que induce al deseo homicida; lo es también la simple aversión, el sentirse molesto en presencia de alguien a quien uno no puede, no sabe o no quiere tolerar. Y este odio no siempre nace porque esa persona sea mala con uno, o le haya hecho algún daño, sino, simplemente. porque representa un rival al que uno teme y a quien —mal que le pese --uno admira.
Hay quienes sugieren que Judas sentía envidia de Juan, el discípulo amado; y que también estaba resentido porque el Maestro no parecía mostrar interés en sus proyectos. Alfonso Paso sonreiría ante tales rodeos psicológicos. Para él. Judas lo vendió “porque le pusieron dinero entre las manos. . . El traidor es. principalmente. un ser que se vende al que le interesa”. Puede ser. Pero fue mal negocio. y Judas, después de la entrega, tiró el dinero y se mató. La codicia y los celos se hicieron envidia: la envidia, odio; y el odio, destrucción. Bien dice la Biblia que “al codicioso lo consume la envidia” (Job 5:2).

Martín Alonso atinó al decir que “la envidia, polilla del talento, lleva el sello diabólico en su origen”. Recordemos que fue precisamente el diablo--entonces Lucifer-- quien abrió en su corazón este pozo de la envidia, de donde brotaría un caudal de odios y de deseos homicidas. Cristo dijo refiriéndose al maligno: “Homicida ha sido desde el comienzo” (S. Juan 8:44). Ahora bien, el diablo no mató a nadie en el “comienzo”, pero quiso hacerlo. Y ese es el punto. Dios no sólo juzga los hechos, sino las intenciones del corazón. La envidia que sintió por Jesús el orgulloso arcángel Lucifer, estalló en un volcán de odios homicidas que pudimos ver expuestos --en vitrina al universo entero-- en la ignominiosa cruz del monte Calvario, lugar en que Cristo se entregó voluntariamente a la furia más diabólica que ha desatado jamás la envidia.

Abel, el hijo bueno de Adán y Eva tuvo su envidioso. Nada menos que su hermano mayor Caín. Este último, envenenado por la envidia, cometió el primer crimen y fratricidio. José Camón Aznar. en el artículo que titulaba “Caín y la Envidia”, publicado en el ABC de Madrid, decía: “Quizá una de las claves para explicar las persecuciones gratuitas, los daños sin sentido, sea ese pequeño gran crimen que es la envidia que convierte en acidez las relaciones humanas. Algo hay consustancial con Abel, el de la mirada levantada, el de los brazos oferentes y abiertos. El que extrae de la naturaleza o de su espíritu dones que ofrecer, tiene siempre un trágico destino: el de ser sacrificado. El crimen, con pasos tácitos, camina siempre detrás de sus espaldas... Hay que tener en cuenta que la belleza es también para los caínes una provocación: hay que destruirla. Y justo es decir que lo están consiguiendo”.

Cuando se trata de la envidia, no siempre ese mal sentimiento se manifiesta en el menos capacitado o en el menos favorecido. A veces existe entre individuos de igual capacidad y de iguales ventajas (no hay que dudar que ese era el caso de Caín y Abel). Pero sufren, cual Caín, ante la posibilidad de que las circunstancias impulsen a los otros y los posterguen a ellos. Y cuando eso ocurre, quieren hacer lo que hicieron los hermanos de José con él; echar al que envidian en un pozo, eliminar al que tiene lo que ellos creen no tener.

¡Qué triste espectáculo da el envidioso! No puede ocultar el fuego que le consume y que le sale a los ojos y se manifiesta en las palabras. Y cómo sufre! ¡Y cómo se angustia! En el octavo capítulo de la parte segunda de su gran obra. Cervantes pone en boca de don Quijote. las siguientes palabras: “¡Oh, envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes! Todos los vicios. Sancho, traen un no sé qué deleite consigo; el de la envidia no trae sino rencores y rabias”.

Cuando el gran griego Pericles. que sin duda alguna conocía la naturaleza humana, se propuso construir el Partenón, expuso su plan y sus intenciones a los atenienses. Pero éstos rechazaron la proposición aludiendo que los gastos de la empresa alcanzarían a una suma fabulosa. Fue entonces cuando Pericles, que los conocía muy bien, les dijo: “Comprendo que os opongáis al proyecto a causa de su costo, pero en este caso, permitidme que construya el Partenón como cosa exclusivamente mía. Esto quiere decir, que en el frente del templo en lugar del nombre de Atenas, figurará el nombre de Pericles.

Pero los atenienses no podían tolerar eso, y la envidia pudo más que la avaricia. No podían permitir que creciera la gloria del nombre de Pericles y para impedirlo decidieron que el Partenón se construyera pagado por la ciudad de Atenas. Eso, por cierto, no impidió la gloria del gran Pericles; por el contrario, acrecentó la leyenda de su legendaria sabiduría.

Nos parece que la envidia no sólo es complejo de inferioridad. Es algo peor; es definidamente inferioridad; es pobreza de espíritu; es incapacidad mental y moral para comprender que cada uno debe ser lo que es, sin desear, enfermizamente, lo que corresponde a otros, y sin sufrir cuando los demás progresan y crecen. Por otra parte, ¿no hay acaso una definida condenación de ese mal en el “No codiciarás” del décimo mandamiento de la ley divina?

Sobrepongámonos con la ayuda de Dios a este sentimiento que empequeñece y deforma. Decía La Rochefoucald: “Los espíritus mediocres condenan de ordinario a todos aquellos que pasan de su pequeña estatura”. Y decía bien. No es mediante la envidia y la condenación de los demás como podemos aumentar nuestra estatura. Por el contrario, cuando nos dejamos arrebatar por ese mal sentimiento, la disminuimos \‘ nos empequeñecemos hasta quedar a ras del lodo.

El secreto está en saber conformarse con lo que se es mientras se esfuerza uno noblemente por mejorar sin tratar de disminuir a los demás. Si no obramos así y nos dejamos hundir en el pozo cenagoso de la envidia, se cumplirán en nosotros las palabras del apóstol Santiago. “Porque donde hay envidia y contención. allí hay perturbación y toda obra perversa” (Santiago 3:16).

Y una de esas obras perversas es el hablar mal de los que envidiamos. Unas veces con disimulo y otras abierta- ente, el envidioso ataca a quienes son o pueden más que él. Es un ridículo desahogo de su inferioridad que no tiene más resultado que el de hacerlo todavía más pequeño.

El sabio Salomón, que estudió la vida y conoció al hombre, afirmó con palabras que no dejan lugar a dudas:
“El corazón apacible es vida de las carnes mas la envidia, pudrimiento de huesos” (Proverbios 14:3 0).

“Envidiar sólo por envidiar es lo más pequeño e indigno. Una ley de compensación exige que la envidia vaya acompañada del padecimiento”, decía José Mar. Y no podría ser de otra forma. Tiene que ser necesariamente así. ¿Por qué sufrir debido a un sentimiento tan poco noble como la envidia? Agrega el escritor citado: “Es probable que las mujeres envidien más que los hombres. Suele mortificarles el lujo de los trajes de las amigas, el brillo de sus ojos, la seda de sus cabellos, la finura de sus manos, el modo de caminar, la juventud que resplandece, el oro de las joyas de otras damas, la felicidad de su hogar, la apostura y el renombre del esposo, y la promesa venturosa de los hijos. Así han de sufrir aunque lo callen y lo más corriente es que no lo callen”. Por nuestra parte, no nos parece que las damas tengan ningún monopolio en el infame arte de cavar pozos de envidia. Sólo que los hombres frecuentemente la acompañan de odios y violencias.

La verdad es que nadie, hombre o mujer, puede ser feliz ni aspirar a vivir mucho mientras consienta que la envidia lo consuma. Si padecemos de este mal, debemos vencerlo. Y podemos hacerlo, permitiendo que haya en nosotros el “sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a si mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres, y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:5-8). Sometemos humildemente a Dios es la solución, pues la Escritura dice que “Dios es amor” (1 S. Juan 4:8). Permitir que él se exprese en nuestras vidas, es permitir que el amor se exprese, y “el amor no tiene envidia” (1 Corintios 13:4).

El amor, sólo el amor puede dominar ese mal sentimiento. El amor a Dios y el amor al prójimo. Cuando aprendamos por experiencia propia esta gran verdad, nos gozaremos con el propio progreso y con el ajeno. Pongamos toda nuestra confianza en el Todopoderoso y aprendamos a caminar con él sin que ningún mal nos desvíe de la rectitud del carácter y de la voluntad de Dios.

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