jueves, 8 de enero de 2009

Dinero, tiempo y trabajo

Dinero, tiempo y trabajo
Dr. Frank González

La expresión “a crédito” es casi mágica. Por ella, uno consigue lo que quiere cuando quiere, aunque no tenga en ese momento dinero suficiente para pagar el costo de lo que compra. Pero esta “varita mágica” también puede volverse “vara de castigo”. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿,Qué considerar al abrir o al mantener nuestras cuentas de crédito?

Afortunadamente --y desafortunadamente-- el crédito, el sistema de compra y venta a plazos, se ha convertido en artículo común y hasta indispensable en nuestra época. A tal punto. que es mejor recibido quien más tarjetas de crédito ostenta: y se mira con cierto recelo a aquel que a nadie debe nada.

Es que, en el lenguaje de hoy, el crédito habla de la solvencia moral y material de quien lo posee. La fidelidad y exactitud en sus pagos permiten suponer que se extienden a toda otra área de su conducta. Engendran confianza. Si se sospecha de quien nada debe a nadie, es porque se supone que si no tiene créditos no es porque no quiera tenerlos, sino porque no se los han concedido; y esto implica la posibilidad de que esa persona carezca no sólo de respaldo económico sino hasta de solvencia moral.

Hoy, acaso más que nunca, se hace imperativo ser honrado. pero además. . . prudente. Nuestra sociedad de consumo ha creado miles de “necesidades imaginarias”, y otras tantas reales y aparentes “facilidades” para poder suplirlas. Es relativamente fácil caer en la tentación de vivir por encima del propio presupuesto. La codicia y la imprudencia llevan a las deudas, y éstas, a medida que aumentan, sumen en la depresión, obligan a esfuerzos redoblados para poder sal- darlas y. en el peor de los casos, inducen al abandono, a la deshonestidad, y aun al mismo suicidio. De ahí lo oportuno de la respuesta de Dios: “Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que respeto, respeto: al que honra, honra. No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros” (Romanos 13:7,8).

La enciclopedia Salud y Educación para ¡a Familia ofrece un decálogo (que aquí hemos adaptado) para una buena economía familiar:

La inestabilidad económica favorece la inestabilidad familiar.
El dinero no da la felicidad. Evidentemente, para ser feliz hay que estar bien alimentado, es necesario vestirse dignamente y disponer de una vivienda adecuada. Y esto únicamente puede conseguirse con dinero, fruto del trabajo y el esfuerzo.
Los gastos no deben sobrepasar a los ingresos. En una sociedad súper-consumista como la nuestra. la tentación de gastar todo lo que se gana es casi irresistible, pero la disciplina del ahorro jamás ocasionará problemas y. en cambio, puede evitarnos muchos.
La estima y la autoestima se basan en lo que uno es, no en lo que tiene. Por ejemplo, usted no necesita para conseguir estima y una autoestima mayores, poseer costosos equipos como máquina fotográfica, filmadora de vídeo, equipo musical, el último modelo de automóvil, o la más reciente computadora.
Problemas laborales. Dedicamos más horas a nuestro trabajo que a ninguna otra actividad. Por eso los problemas laborales influyen directamente en nuestro estado de ánimo. Es mejor una ocupación menos remunerada, pero que nos satisfaga. antes que una muy bien remunerada, pero que provoque tensiones y nos estrese en exceso.
Involucrar a los hijos. Desde bien pequeñitos hay que ir haciendo partícipes a los niños de la situación financiera familiar. Ellos tienen el derecho y el deber de conocerla. De este modo se conseguirán dos fines básicos:
que los niños aprendan a conocer el valor del dinero
que comprendan que si no se puede satisfacer lo que ellos entienden que son sus necesidades, es porque hay otras más perentorias.
Establecer una lista de prioridades. Es un grave riesgo para la familia, y más cuando hay hijos. gastar en lo primero que se presenta sin haber establecido claramente las prioridades; lo imprescindible primero, lo necesario a continuación, lo conveniente después; y cuando cabe. . . lo que me gusta. Es la única manera de evitar las deudas que pueden llegar a ser un factor desestabilizador de la economía. . . y de la vida familiar.
Cuidado con los créditos. Las compras a plazos de muebles, vehículos, electrodomésticos y otros objetos necesarios son, a menudo, la única forma de obtenerlos. Cuando se regulan debidamente, pueden incluso ser una forma de ahorro; como es el caso de la adquisición de una vivienda. Pero antes de comprometerse a un pago aplazado, hay que analizar muy bien las posibilidades financieras presentes y las que en condiciones normales el futuro ofrece.
Hacer un presupuesto. . . y verificar su cumplimiento. Es necesario tener un presupuesto de gastos. No importa que sea por el sistema tradicional de apartar mensualmente en sobres las cantidades destinadas a cada capítulo de gastos, o con la moderna computadora. Habrá que revisarlo periódicamente, y controlar que no lo estamos sobrepasando. En todo hogar hay siempre gastos fijos imprescindibles: alimentación, vestido y vivienda. También son imprescindibles, o poco menos, los gastos de agua, gas y electricidad, transporte, salud, la educación de los hijos, y recreación. Y pecaría de falta total de realismo la pareja que no creyera necesario prever un capítulo de ahorro, y otro para imprevistos, pues de éstos nadie se libra.
Y si, a pesar de todo, las cuentas no salen... pida consejo. No todos sabemos de todo. Si usted se da cuenta que hay otras familias que con ingresos similares ‘viven mejor, y si tiene confianza con alguna de ellas, pregúntele cómo hace. Quizá sabe cómo comprar más económicamente. cómo hacer durar más las cosas, o incluso cómo ganar más. En último caso, consulte con algún experto.
Pasemos ahora al valor del tiempo. Decimos con asombro: “¡Cómo se nos ha ido el tiempo!”, y lo que en realidad nos asombra no es que el tiempo se ha ido, sino que no hicimos en él lo que deberíamos haber hecho. ¿Por qué no cumplimos? ¿Cómo pueden cambiarse hábitos arraigados de distracción, demora o abandono?

Cuando decimos —o creemos-- no tener tiempo, no siempre hacemos honor a la verdad. Todos tenemos veinticuatro horas cada día, sólo que a unos les rinden como si fueran dobles, y a otros, como si fueran la mitad. Más allá de las necesarias e innecesarias interrupciones que solemos hacer o recibir, las más frecuentes causas de nuestra pérdida de tiempo son la falta de interés en lo que hacemos, su consiguiente aburrimiento, y la falta de organización. Corrigiendo esto, no sólo aprovecharíamos mejor el tiempo, sino que lo disfrutaríamos más.

El salmista David decía: “En tus manos están mis tiempos” (Salmos 31:15). Porque él sabía quién daba la medida de sus días, sabía también quién tenía derecho a reclamarle por el uso de su tiempo. El tiempo pertenece a Dios. y esto es algo que la mayoría de nosotros olvida.

La Biblia explica que Dios nos ha concedido un tiempo determinado a fin de que le busquemos (Hechos 17:26- 28), y cuando de veras lo hacemos, nuestra vida cambia absolutamente. Los recursos, las oportunidades, el trabajo, los estudios, la familia, las amistades: todo se ve afectado por el nuevo sistema. Surge un verdadero interés por la excelencia en cada tarea y relación, y uno aprende a atesorar cuanto momento puede a fin de prepararse para desempeñar mejor sus funciones.

Semejante renovación naturalmente exige un cambio de hábitos, que con el poder de Dios no es difícil de lograr. Al despertar el interés se desvanece la pereza, y surge en uno el serio deseo de organizarse. Sabiendo que el tiempo que administra pertenece a Dios, lo invierte con cuidado. Elige las tareas en su orden de importancia y completa una por vez, volcando en ellas una voluntad fortalecida, disciplinada y feliz en el servicio.

¿Conoce usted a alguien que anda siempre cansado y con sueño? Estos pueden ser síntomas de pereza, uno de los más graves males que padecemos los humanos. De ahí que conviene que pensemos: ¿En qué consiste este mal? ¿Puede ser vencido? ¿De dónde sacar ánimo y fuerzas cuando no se tienen?
Mientras el alfarero modelaba una pieza de barro, un observador comentó: Cuán cansado debe estar ese dedo que tanto usa!” ¡No! —-replicó el artesano—-, es justamente al revés. El que más uso no está cansado; los que se cansan son los otros que no hacen nada”.

Con la gente ocurre igual. Unos trabajan, y parece que nunca se cansan; otros nada hacen, y viven cansados. La Biblia dice que el perezoso cree saber más “que siete que le den consejo” (Proverbios 26:16), pero su alma “desea y nada alcanza”, “su deseo le mata, porque sus manos no quieren trabajar” (Proverbios 13:4 y 21:25).

El perezoso vaga sin sentido, pensando que disfruta de su vida más que el trabajador. Pero la experiencia habla diferente. J. D. Batten, experto en administración, señala que “la vida sin el trabajo productivo encaminado hacia alguna meta carece de significado, es estéril y desordenada”.

El perezoso prefiere no hacer nada, antes que arriesgarse y fracasar. Cae en el sueño, como un modo de evasión, un escape al sentimiento de su propia ineptitud y al orgullo que le impide reconocerla como tal. Siendo así, más que reproche y desprecio, el perezoso necesita ayuda. Emerson decía que “nuestra mayor necesidad en la vida es hallar a alguien que nos haga hacer lo que podemos”. La Biblia asegura que ese Alguien existe: “Buscad a Jehová y su poder” (Salmos 105:4), dice el salmista; y el profeta Isaías afirma que Dios “da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas” (Isaías 40:29).

La pereza es un vicio; un vicio denigrante que frustra a quien lo padece y desespera a quienes viven con él; pero es también un vicio que puede ser vencido.

Amigo lector, el secreto está en la entrega, no en el combate. La entrega de nuestro corazón arrepentido y de nuestra debilidad particular a Jesucristo, para recibir de él la poderosa promesa que también recibió el apóstol Pablo:“Bástate mi gracia; porque mi potencia en la flaqueza se perfecciona” (2 Corintios 12:9)

No hay comentarios:

Publicar un comentario